martes, 26 de junio de 2007

El vendedor de risas

15 lineas: relatos hiperbreves

Estoy en la playa de Malibú, en el espigón donde hace medio siglo el detectiva Philip Marlowe encontró alguno de sus cadáveres.

Jack Miles me señala una linda casa, a lo lejos, a lo alto: allí vivía el hombre que ab astecía de risas a Hollywood. Hace diez años, Jack pasó un tiempo en esa casa, cuando el abastecedor de risas decidió marcharse para siempre.

La casa estaba toda tapizada de risas. Aquel hombre se había pasado la vida recogiendo risas. Grabador en mano, había recorrido los Estados Unidos de cabo a rabo, al revés y al derecho, en busca de risas, y había logrado reunir la mayor colección del mundo. Había registrado la alegría de los niños jugando y el alborozo gastadito de la gente ya vivida. Tenía risas del norte y del sur, del este y del oeste. Según se le pidiera, podía proporcionar risas de celebración o risas de dolor o de pánico, risas enamoradas, aterradoras carcajadas de espectros y risotadas de locos y borrachos y criminales. Entre sus miles y miles de grab aciones, tenía risas para creer y risas para desconfiar, risas de negros, de mulatos y de blancos, risas de pobres y de ricos y de mediopelos.

Vendiendo risas, risas para cine, radio y televisión, se había hecho rico. Pero él era un hombre más bien melancólico, y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera la ganas de reír.

Ella y él se fueron de su casa de la playa de Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos, porque en California hay cada vez más mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas. Ahora ellos viven en la isla de Tasmania, que es por allá por Australia, pero más lejos.

Eduardo Galeano de El libro de los abrazos

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