¿Mi primera sensación de
Búbal?
Quizás no era lo que me
esperaba, pero hoy, después de dos días, es una sensación muy diferente.
El frío por las mañanas y el
calor de la gente con las que nos encontramos, hace de ello un contraste único,
y digo único porque quizás nunca volveré a sentir esta sensación.
A primera vista podía ser un
pueblo como otro cualquiera, casas escasas y poca gente, pero cuando te fijas
detenidamente, te das cuenta que no es como los demás; unas vistas que pocas
veces había tenido el placer de ver, unas montañas con poca nieve haciendo
referencia a la época en la que vivimos y un lago tranquilo con aguas claras.
Nuestra misión en este
pueblo es reconstruirlo a través de tajos que realizamos a las mañanas después
de hacer la presa de 1968 y hacer que este pueblo sea abandonado por los
habitantes. Para ello nos acompaña un grupo de Monzón y nuestro trabajo consiste,
por ejemplo, en el cuidado de los
animales, plantar tulipanes o trabajar en la depuradora. Esto no es tarea fácil
ya que requiere un gran esfuerzo físico.
Después de comer, otras
actividades nos esperan. Una de ellas puede ser una excursión a un pueblo abandonado
llamado Polituara o dar un paseo por el monte.
En los siguientes días
tienen preparado otra serie de actividades que, por el momento, no puedo
valorar.
Sinceramente, para las pocas
horas que llevamos aquí, esta siento una gran experiencia que difícilmente
podré llegar a olvidar.
RECUERDOS DESDE MI CASA
Estando aquí, los recuerdos
abundan en mi cabeza. Van pasando con tanta rapidez como lo fue esta semana.
Grandes montañas nos
recuerdan los grandes momentos que pudimos pasar allí. En ellos, como no, se
encontraban las fantásticas personas con las que tuvimos el placer de juntarnos, la parte más viva de Búbal. Nos lo
demostraron definitivamente en el Juicio de Orosia, en el cual su participación
y alegría hicieron el éxito de la actividad. Pero este no fue el único momento
en el que nos demostraron que con ganas y espíritu todo es posible. Un claro
ejemplo fueron los paseos por el monte, duros paseos entre piedras y barro
hacían de él un camino interminable y si para nosotros lo era, para ellos lo sería
mucho más. Quizás la recompensa eran las preciosas vistas que todos,
inevitablemente, no podíamos irnos sin dejar entre nosotros huella de ello. Esa
adrenalina de saber si el siguiente paso sería respuesta de una mala pisada,
nos hace darnos cuenta que esos momentos ya no se volverán a repetir.
Pequeño bancal, silencio en
mi cabeza. Segundos después se encuentra una pequeña casita rodeada de vallas,
igual de acogedora que el lugar en el que dormíamos. Las vallas me recuerdan a
las obligaciones que teníamos en esa semana: puntualidad, respeto e igualdad
entre el otro grupo y el nuestro.
A través del cristal veo la
carretera, carretera que avanza, alejándome tanto de la felicidad tan
instantánea que tenía en ese lugar, rodeada de esta gente tan única. Tan
pequeña como fue la despedida. Tantos sentimientos guardados y tan poco tiempo
para demostrarlo, tan solo escritas en la parte trasera de la “mochila” que
llevábamos de recuerdo. Pequeña huella, con un gran significado.
Sheila Pardo
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